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PABLO EN EL CORAZÓN

PABLO EN EL CORAZÓN

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Hace treinta y ocho años nos dejaba el alma seca de dolor y frustración la prematura muerte del poeta del amor. Con él partió la voz liberadora de esclavitud y se extinguió el compromiso social de los versos. Fue Pablo defensor de la libertad, amante de la vida y redentor de la justicia, quien vio saqueada su casa, esquilmado el futuro y aniquilada su patria, tras el pinochetazo que tuvo lugar un aciago 11 de septiembre de 1973.

Horas antes de abandonarse al sueño eterno dijo a quienes le rodeaban: “Tenéis que tratar de sobrevivir a este temporal, que puede ser largo. Evitad ser detenidos, porque si os capturan vais a ser torturados, y en ese caso tendréis que hablar, porque si no os sacarán los ojos”. Y quienes oyeron esto, quedaron ciegos días después.

Tan largo asedio a las libertades del pueblo chileno duró diecisiete años sin reposo para los verdugos y matarifes. Años de persecuciones, asesinatos y brutal represión a los ciudadanos leales al régimen democrático de Salvador Allende, que había nombrado días antes al traidor Augusto Pinochet, Comandante en jefe del Ejército chileno.

Siete días después del golpe de Estado, Pablo Neruda viajó ya enfermo a Isla Negra con Matilde, para celebrar allí la independencia chilena de España, con unas sencillas empanadas compradas sobre la marcha, al tiempo que renunciaba al refugio político y al avión que el presidente de México, Echeverría, les ofreció a él y a su compañera.

Fue Matilde quien pidió de madrugada que trasladaran a Pablo a Santiago, recorriendo el premio Nobel los 120 kilómetros en una ambulancia, hasta llegar al hospital tras pasar varios controles militares para comprobar si debajo de la camilla se escondía algún fugitivo a exterminar, mientras el poeta lloraba por Chile en cada registro.

Consumido por el dolor de la patria, no por la enfermedad, Matilde le oyó susurrar varias veces: “Los están fusilando”, recostado en la cama del hospital, cuando rebotaban en las paredes los ecos de los disparos que llegaban nítidamente a la oscura habitación.

Casi sin aliento para quejarse, supo que a Víctor Jara le habían roto las manos y metido 44 balas en el cuerpo, así como el  salvaje saqueo de sus casas de Santiago y Valparaíso, llenas de recuerdos que enjugaron sus ojos.

No fue el cáncer, lento y controlado, la causa de su muerte el 23 de septiembre, sino la insoportable barbarie y enloquecida sinrazón, quienes ahogaron el alma del poeta.

Se veló el cadáver en su casa destrozada de Santiago, y a su funeral asistieron miles de temerosos chilenos, venciendo el miedo y la hostigante vigilancia militar, en la primera manifestación pública contra la dictadura que les había arrebatado la libertad.