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VERSOS EN LA TARIMA

VERSOS EN LA TARIMA

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El comienzo del curso académico es buen momento para recordar que durante muchos años de mi vida profesional mantuve la buena costumbre de invitar a los alumnos a que cada día subiera uno de ellos a la tarima, para leer un poema de su preferencia, elegido a gusto de quien le tocaba intervenir, antes de comenzar la clase de Física de cada día, negándome siempre a sugerirles poesías concretas.

Con esta sencilla forma de abrir la clase, hurtábamos un par de minutos a los conceptos y teorías que venían después, obligándome hoy a declarar que esta hermosa costumbre me deparó más sorpresas, alegrías, encuentros y satisfacciones que todas las sesudas leyes y demostraciones que emborronaban la pizarra después de tan dulce destierro a los versos, en la escolástica rutina cotidiana, dando oportunidad a los versos para aventar algunas inquietudes juveniles en los pupitres.

No solo a mí reconfortaban y estimulaban los poemas leídos por los alumnos, pues muchos de ellos los quedaron grabados a en su memoria, como me comentaban Juan y Raquel, marido y mujer, antiguos alumnos y actuales docentes, que mantienen la costumbre que deposité en su alma adolescente, con un recuerdo hacia este profesor por llevarles cada mañana de la mano al misterioso país de los versos.

Gesto cotidiano sin más pretensión que despertar en almas jóvenes mundos viejos y más felices que los saberes cartesianos y la rigidez de los principios científicos, alejados del mundo real que les tocaba vivir en el romanticismo del primer encuentro amoroso, la primera queja social o la primera entrega de la intimidad en unos versos para declarar el amor a la vida y la esperanza en la verdadera resurrección del hermanamiento solidario y comprometidas con el mundo áspero de cada día.

SESIONES DE CLASE

SESIONES DE CLASE

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Recién comenzado el curso académico, recuerdo las sesiones de clase compartidas durante más de tres décadas con jóvenes esperanzados por alcanzar la vida que esperaba, pero desganados por el tedio de la tarima y aburridos ante la rutinaria tarea que recomenzaba tras el descanso estival descubridor del “verano del 42”, inolvidable refugio donde todos estuvimos amparados algún día.

En las sesiones de clase se ejecuta el plan previsto horas antes, con actividades escolares de motivación, aprendizaje y evaluación, acordes con la metodología adecuada para desarrollar cada objeto de aprendizaje, utilizando materiales de apoyo en un tiempo prefijado de antemano.

El sentido profesional avisa al profesor en qué momento debe introducir el chascarrillo que provoque la sonrisa, el comentario que relaje la tensión intelectual y la broma que divierta a todos. Porque las clases tienen que ser divertidas y relajadas, para introducir en ellas menos temor y más humor, de forma que los alumnos se lo pasen bien mientras incorporan aprendizajes en su estructura cognitiva.

A lo largo del tiempo ha cambiado el perfil de profesor, el modelo de alumno, la metodología, las interrelaciones, las actitudes y el tratamiento personal, hasta el punto que todo lo vivido por mi generación tiene escaso parecido con la realidad actual. No porque la clase en sí misma sea otra cosa, no. Las sesiones de clase mantienen un duende, una emoción, un encanto, un riesgo y una seducción, a la que es difícil substraerse.

Son la quintaesencia de la profesión docente, donde es preciso darlo todo, hasta lo que no se tiene, porque el periodo de clase representa el momento de máxima tensión intelectual en la tarea escolar, siendo a la vez la actividad más estimulante y satisfactoria de cuantas comparten docentes y discentes, representando el mayor reto al que enfrentan juntos, aunque algunas veces domine la indiferencia, el desinterés y el bostezo.