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PREMIAR EL DELITO

PREMIAR EL DELITO

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Hay partidas presupuestarias institucionales que producen desconcierto, otras generan desasosiego, algunas reportan confusión, muchas sorprenden, la mayoría parecen abusivas en beneficio de los de siempre, pero que los ciudadanos tengamos que pagar las multas de tráfico de los coches oficiales de sus señorías parlamentarias, provoca indignación y urticaria social.

Efectivamente, el Congreso reserva varios miles de euros aportados por los ciudadanos para hacer efectivas las infracciones de tráfico cometidas por la flota de vehículos que utilizan los patrioteros padrastros de la patria, en sus desplazamientos de un sitio para otro, con la irritación añadida de los di-putados si el chofer se retrasa.

Si algún padrenuestro de la patria recibe una multa por aparcar en zona prohibida, la denuncia la pagamos usted y yo; si pisa el acelerador más de lo permitido activando un radar, el flashazo lo pagamos usted y yo; si el parlamentario levanta la voz ofendiendo a los agentes, el enfado de los gendarmes también lo pagamos nosotros.

Eso sí, cuando la sanción al diputado infractor comporta pérdida de puntos, no solo abonamos la multa y los recargos del anónimo pecador, sino que además nunca sabremos el nombre del infractor porque el Congreso se niega a darlo. Pero si no hay pérdida de puntos, el sacrificado Parlamento recurre la multa para ahorrarnos dinero, alegando que la infracción se cometió por motivos de seguridad personal del delincuente.

Es decir, que el sistema de pago aprobado por los infractores desde sus escaños espanta a la ley, insulta al sentido común colectivo, degrada el servicio público y ofende a la inteligencia, porque con privilegio tan detestable se premia el delito.

DISTINCIONES INMERECIDAS

DISTINCIONES INMERECIDAS

En la vida profesional, no se  felicita a los que cumplen las responsabilidades que le son propias porque, quienes eso hacen, no hacen otra cosa que cumplir con sus obligaciones. Algo que no ocurre en la vida política española, donde se considera excepcional lo que en otras latitudes no sobrepasa el ámbito de la normalidad.

Nuestra beocia nos lleva a felicitar y distinguir con elogios a ciertos políticos por llevar a cabo acciones de obligado cumplimiento con aquellos que les han elegido para realizarlas, aunque no pongan un duro de su bolsillo y llenen de asesores y currantes las antesalas de sus despachos con dinero ajeno.

Nunca hacer tan poco fue tan reconocido, especialmente por quienes sirven al felicitado, protegiendo sus espinas dorsales con firmes corsés y las manos con guantes de cuero para evitar que los aplausos al cortijero hagan ampollas en los dedos o que las inclinaciones de tronco quiebren sus espinazo.

Además, los reconocimientos suelen ir acompañados de medallas, placas, estatuas, portadas de periódicos, entrevistas, crónicas y fotografías para inmortalizar el recuerdo y perpetuar una buena imagen del felicitado entre el vecindario, hasta que el tiempo abre la ventana del olvido y una corriente de menosprecio devuelve las cosas al lugar del que nunca debieron salir.

Los agasajos son para quien logra objetivos extraordinarios, evitando homenajear a los que hacen cosas ordinarias que tiene la obligación de hacer, para no devaluar las virtudes de quienes realmente merecen los parabienes, pues los brindis son para aquellos que transforman lo excepcional en cotidiano.

Por el contrario, cabe la censura a quienes detentan poder político cuando muestran una evidente falta de previsión, exhiben una ostensible incapacidad para el cargo, despilfarran nuestro dinero o certifican ineptitud manifiesta. Pero no tiene espacio la alabanza gratuita que se prodiga por la tarea política rutinaria.

La palmada en la espalda es para quien la merece si queremos que esa palmada continúe significando lo que verdaderamente representa. De la misma forma que sólo debemos planificar lo imprevisible, tenemos que acostumbrarnos a premiar a nuestros representantes políticos por sus logros excepcionales.

Por eso considero excesivo el inmerecido reconocimiento que se hace a las “autoridades”, por realizar lo que forma parte esencial de su actividad política como responsables directos del área que gestionan, pues están obligados por ley democrática a llevar a cabo correctamente las tareas que tiene encomendadas.

Pero esto tiene difícil solución mientras se repartan las medallas entre ellos.