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LORCA, ENTRE LOS MÍOS

LORCA, ENTRE LOS MÍOS

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Prefiero evocar la venida de Federico García Lorca al mundo un día como hoy de 1898, antes que recordar su trágica muerte a manos de la sinrazón treinta y ocho años después, cuando las chicharras aturdían los disparos entre olivos mudos por el estío abrasador y sanguinolento de los matarifes.

Ciento dieciséis años cumpliría hoy el escritor fuenterino que brilló con luz propia y se entregó al mundo con una donación de alma creativa que lo llevó a la inmortalidad sin pretenderlo, porque fueron bastante para él las teclas del piano familiar donde trotaron los cuatro muleros.

No soy del Lorca gitanero de los romances, ni del cante jondo, ni del llanto por un torero, ni de los sonetos de oscuro amor. Soy del Lorca que se hizo revolucionario poeta literario con el surrealismo en Nueva York, viendo a los negros del Harlem y paseando por el aceitoso Hudson abrazado a Cummings por un lado y por el otro a Whitman, con lenguaje metafórico y verso libre.

Tampoco asistí a sus bodas de sangre, ni conviví con Yerma, ni me hospedé en la casa de Bernarda Alba, ni luché con Mariana Pineda, porque entretuve todo mi tiempo hablando con El público, mientras tomaba con él surrealistas mojitos cubanos en 1930 por las tabernas, viéndole enjugar deseos homosexuales reprimidos en su tierra, aunque la obra no se estrenara hasta cincuenta y seis años después .

Soy del Lorca rompedor, heterodoxo, innovador, creativo y liberado de ataduras personales y literarias, impuestas por culturas populares enmohecidas, tendencias líricas clásicas y dramaturgias anquilosadas en moldes sin futuro, que solo creadores con talento lorquiano pueden superar.

PIANOS BAR

PIANOS BAR

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Unknown

Billy Wilder, Baxter, Rick y Sam, me han llevado al misterioso país de la nostalgia, invitándome a una copa en su cafe-cantante junto a las notas melancólicas del piano, cediéndome de madrugada su apartamento para compartir una noche de amor furtivo con la dama seductora que consolaba reprimidas turbaciones en años de agitación juvenil.

Apenas quedan pianos-bar, o si se prefiere cafés-cantantes o cafés-musicales, por nuestra geografía, como recuerdo de una época pasada que congregaba en ellos tipologías sociales de la más variada condición y procedencia, al abrigo de las frías noches invernales, en largas sesiones que se prolongaban hasta el amanecer.

La penumbra del ambiente daba a estos lugares un aire melancólico, con ribetes de inquietante misterio para las señoras de orden y rosario, donde la burguesía daba rienda suelta al trasiego de licores y consumo de tabaco americano, mientras el pianista-cantante lanzaba al aire intoxicado de humo, boleros y peticiones de los enamorados que ocupaban las mesas apartadas, protegidas por la oscuridad de los rincones.

En ocasiones, el piano se dejaba acompañar por una tímida batería, algún saxo con sordina y poco más, para arrullar a los clientes que negociaban operaciones mercantiles, estimular a los seductores pretendientes de compañías pasajeras y adormecer las borracheras que con dignidad llevaban quienes habían libado excesivo alcohol.

Sin tema de conversación concreto, se divagaba en torno a los veladores con daiquiri y cócteles martini en la mano, alternando decisiones del Gobierno, murmuraciones de comadres y resultados de la jornada futbolística, mientras se enlazaban experiencias personales con inquietudes sociales, sórdido rumor de fondo a las teclas del piano.

Nunca faltaba algún espontáneo dispuesto a acompañar con su voz al cantante, ni parejas que renunciaran a estrecharse en un baile con ritmo lento, ni el animador espontáneo que ponía nota de color para levantar el ánimo adormecido de los más rezagados, que apuraban las últimas copas llevadas a las mesas por ojerosos camareros.

MAESTRO ANTHONY HOPKINS

MAESTRO ANTHONY HOPKINS

La realidad se hace más hermosa que la ficción en este joven anciano de setenta y cinco años, cuando se sienta frente al piano y deja volar su imaginación sobre las blanquinegras teclas de su caja de resonancia, componiendo melodías eternas, inimaginables en el ficticio doctor Lecter de los silenciosos corderos.

Pocos saben que Hannibal, el personaje frío y sanguinario que le llevó al óscar, nada tiene que ver con el compositor musical cálido y fraternal que es en realidad Hopkins, nombrado Sir en 1992 por gracia de su graciosa majestad la reina inglesa Isabel II.

Tuvo que aparecer en su vida la colombiana Stella para que don Antonio hiciera realidad el sueño de su madre que siempre quiso que el niño fuera concertista de piano, ocupándose el actor-compositor de tocar diariamente el piano, improvisando melodías y componiendo «And the waltz goes on», que nos ha emocionado a todos bajo la batuta de André Rieu.

Actor que escribe en el pentagrama hermosas composiciones. Loco de cordura que pinta sobre el lienzo con estilo singular y personalidad propia. Ciudadano que abandonó el alcohol para colaborar con proyectos solidarios. Ecologista que ha puesto su nombre en las listas de Greenpeace. Y soñador que vive emocionado sus últimos años de vida bajo el sombrero blanco que le ha dado fama universal