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EL RIESGO DE OPINAR

EL RIESGO DE OPINAR

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A veces se paga un alto precio por decir en voz alta lo que opina todo el mundo impunemente por los rincones. Y hacer público lo que se vocea por los mentideros de la ciudad tiene como recompensa la hoguera.

Tal vez por eso, el conformismo y el miedo a las represalias es la actitud de muchos, siendo los amigos quienes recomiendan medir muy bien las palabras cuando se va a opinar en sentido contrario a la dirección marcada por unos pocos o a defender sinceramente una posición distinta a la que figura en la peana de los patriarcas.

La asignatura pendiente en este país no tiene relación con el sexto mandamiento bíblico, sino con la incapacidad para aceptar una opinión contraria, por muy honesta que sea. Hoy se escucha poco al discrepante, no se respetan voces ajenas, se imponen criterios con amenazas y se condena sin juicio a los opositores, porque no acabamos de identificarnos mental y afectivamente con el adversario, impedidos por una prepotencia injustificada y sordera crónica, causas de nuestros males en el universo que compartimos.

Pensamos ingenuamente que con tener reconocida la libertad de expresión en la Constitución hemos conseguido el respeto que exige dicho precepto, sin darnos cuenta que se trata de papel mojado mientras no superemos la triste herencia legada por la dictadura tras cuarenta años de mordaza, falta de ejercicio crítico y ausencia de respeto a las opiniones opuestas.

Son legión quienes declaran enemigos a los que no piensan como ellos. Y lo que es peor, hacen también enemigos suyos a los que se relacionan con él. Es una forma muy sutil de inquisición social, porque no hay condena directa pero abunda el desprecio, desaparece el saludo, se esquivan las miradas, no llegan invitaciones, enmudece el teléfono, se filtra la difamación, aumentan las descalificaciones y se difunden falsos bulos. Y en este tiempo de abandono ya no hay espacio para el encuentro, las puertas se cierran, surgen amenazas que niegan serlo y se olvidan las promesas.

Opinar en este país tiene más peligro que caminar con los ojos vendados por un campo minado, pues a la primera de cambio te pintan con sangre de cordero el dintel de la puerta. Me refiero a la opinión discrepante, claro, no al halago remunerado, que tan bien se recompensa,  porque entre nosotros tiene más acogida social y política el granuja adulador, que el crítico honrado.

Hablo del pensamiento divergente que acompaña a los que ejercen el noble oficio de pensar, analizar la realidad y opinar sobre ella. Hablo de quien refuta a la autoridad, encausa las arbitrariedades, contradice al jefe, desvela fechorías, impugna decisiones administrativas, condena abusos del amo, desatiende caprichos del director, rectifica al patrón o denuncia la incompetencia de los poderosos.

Quienes realizan estas tareas han de estar dispuestos a recibir anatemas, a pagar el costoso tributo de la marginación, a sufrir venganzas y a ser borrado de la fotografía sociopolítica y  de la memoria de los amigos. Así son las cosas y no sabemos si cambiarán porque nunca viviremos el futuro. Aparentemente no hay argumentos que vaticinen lo contrario, porque la realidad sólo habla de empujones a los críticos hasta llevarlos al borde del acantilado.

Entre nosotros hay algunos que van por el mundo con un guijarro de la mano dispuestos a lapidar al primero que no esté de acuerdo con lo que ellos piensan. Y quienes tienen la sartén por el mango, responden a las discrepancias con sartenazos. Así ocurre. Apenas unos segundos después de la rebeldía, cuelgan al divergente el sambenito, preludio de la pira inquisidora.