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Etiqueta: museo

PEATONALIZACIONES

PEATONALIZACIONES

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Aunque haya poco más que decir, pues lo evidente no necesita explicación, conviene recordar que Salamanca es ciudad renacentista Patrimonio de la Humanidad y Capital Cultural Europea, hecha para pasear y concebida para conversar y pensar deambulando entre sus calles y plazuelas, por mucho que la prisa urbana y los vehículos impulsados por motores de combustión interna de dos o cuatro tiempos se empeñen en lo contrario.

Esta degustación artística del céntrico casco antiguo de la ciudad, exige alejar del salmantino museo al aire libre que exhibe nuestra ciudad, las máquinas que todo lo contaminan y trastornan con sus ruidos, humos y vibraciones, salvando los vehículos dedicados a servicios públicos, suministros y transporte de enfermos, así como el acceso restringido a ciudadanos con aparcamiento propio en esa zona.

Ya se han dado los primeros pasos en tal sentido con más timidez que valentía, siendo el momento de pedir un segundo esfuerzo en la peatonalización total del distrito central de la ciudad, porque la Salamanca monumental es uno de los museos al aire libre más importante de todas las urbes del orbe.

Tal museo hay que cuidarlo, porque la piedra dorada responsable de esa belleza, no aguanta todo lo que se le eche encima ni está para más humos, temblores y atropellos; porque la ciudad puede recorrerse andando de un extremo a otro en media hora; y porque los motores de combustión son artilugios que deben usarse para los fines que fueron concebidos y no para contaminar la salud, zarandear el patrimonio artístico común y perturbar la pacífica convivencia ciudadana.

“¿Y las bicicletas que van por libre en zonas peatonales?”, -preguntaba un amigo en la tertulia donde hablábamos de estas cosas mientras paseábamos por la Gran Plaza, cuando un biciclo nos embistió. “Pues que no tendrán carril propio en esas zonas hasta que se lleven por delante a un imprevisible infante o torpe anciano, a las portadas de los periódicos o cabeceras de los noticieros, con el luto en la solapa”.

EL ÓRGANO Y LA FUNCIÓN

EL ÓRGANO Y LA FUNCIÓN

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Anticipándose a Darwin, el evolucionista Lamarck atribuyó los cambios en las especies a su adaptación al ambiente. Es decir, que el entorno propicia la evolución, algo que en palabras de mi pescadera significa que la función crea el órgano, no que el órgano aparece espontáneamente sin función que realizar.

¿A qué viene esto, me diréis? Pues a que el sentido común desaconseja construir jaulas si se carece de pájaros; comprar anaqueles si no se tienen libros; adquirir álbumes de numismática careciendo de sellos; o gastarse dos millones de eurazos en un museo textil, sin tener elementos que exhibir el él.

Esto ha hecho el alcalde popular de Béjar en la villa que regenta, sin cortarse un pelo al afirmar que ya se han dado los primeros pasos para conseguir contenidos; que buscarán dotar al centro de la maquinaria idónea; y que en caso de que en Béjar no se encuentre, se buscará en otras ciudades con pasado textil. ¡Bien por el chico!

¿Os sorprendéis? No me extraña la cara que estáis poniendo ni los recuerdos que este despilfarro os trae a la memoria sobre hechos semejantes. Pero si conocierais a este iluminado empleado de telefónica, comprenderíais que se le haya ocurrido construir un museo sin tener piezas que exhibir en él.

Eso sí,  el señor alcalde no anticipa la inversión que dichos contenidos representarán para la villa, ni cuándo podrán deleitarse los visitantes con la muestra, pero ha dado su palabra de que en julio los vecinos podrán visitar el museo vacío.

PASEAR POR SALAMANCA

PASEAR POR SALAMANCA

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Lo voy a decir sin reparos, de frente y por derecho: Salamanca es una ciudad hecha para pasear, por mucho que la prisa urbana y los vehículos impulsados por motores de cuatro tiempos se empeñen en demostrar lo contrario.

Caminar por Salamanca es como pasear por las arterias de un museo al aire libre, y no exagero. Deambular por las nostálgicas rúas y plazuelas salmantinas es un privilegio inestimable, no bien disfrutado por aquellos que olvidan el pálido recogimiento de la luz en los chaflanes. Esto hace que algunos no hayan gozado todavía del vagabundeo ocioso entre casonas, palacios, fachadas, blasones, templos y empinaduras, cortejadas por melancólicas farolas de mortecina candela.

Si algún amigo de este blog decide venir a Salamanca yo le esperaré en la puerta del río para llevarle a lomos de callejuelas empedradas por el antiguo casco salmantino, remanso de confidencias y acunaciones serenadas por el lento goteo de lágrimas doradas destiladas por el corazón de la piedra en el crepúsculo.

Hay mucho que compartir en esta isla de paz, con jóvenes enamorados y jubilosos turistas que intercambian tímidamente miradas al cruzar sus pasos por las solitarias rondas que circundan el perímetro inimitable de nuestro recinto universitario. Cobijo de paz, jalonado de vítores y picaresca; entre ropavejeros, nodrizas, libreros, pupilos, cortesanas y prestamistas, que recrean la centenaria tarea machadiana de caminar dialogando junto al otro que llevamos siempre al costado.

Déjadme presumir de semejante desprendimiento y os invito a compartir conmigo el generoso legado de callejas y recodos donde se reconforta el espíritu y ahuyentan los malos pensamientos. Tendidos en el silencio, alcanzaremos modestos nirvanas urbanos impensables en otras latitudes, sin necesidad de perdernos por legendarios parajes, ni participar en cursillos de relajación mental.

Abandonar el alma entre semioscuras callejuelas nocturnas es la única manera de encontrarnos con el milagro de los cinceles en el tapiz pétreo que franquea la entrada al templo plateresco de la sabiduría, de donde fue expulsada la ignorancia hace setenta y seis años por el sumo sacerdote vascocastellano. A partir de ese día, la inteligencia se hizo costumbre en el claustro y se quedó entre nosotros para ofrecer la puerta de entrada a este recinto peatonal que nos brinda, sin intereses ni comisiones, la oportunidad de recogernos en él y caminar sin miedo a convertirnos en estatuas de sal por volver la vista a las túnicas, birretes, mucetas, ceremonias y aulas renacentistas.

Os invito, amigos, a tomar esa salida conmigo para descubrir juntos un mundo de nuevas sensaciones. Y os invito sabiendo que gustáis de escondidas sendas que llevan a espacios retirados, donde sobreviven un sabio fraile agustino, un vasco ilustrado, un gramático andaluz y un dominico jurista, junto a la santa de Ávila. En ese cielo terrenal, el rumor de la piedra funde su alma con la suave caricia de la luz, para redimir al silencio del olvido. Todo descansa en tan mínimo rincón de una ciudad insomne porque, extramuros, nada duerme.

Vagabundear por ese espacio privilegiado es disponerse al asombro, pues su descaro impide al paseante sustraerse al embrujo de este remanso o esquivar su inevitable hechizo. Deambular por sus aceras es descubrir los mensajes que dejaron, a golpe de buril, los canteros sobre la piedra. Caminar sin  rumbo entre sus callejas es aprender lecciones universitarias en la erudición que destila a cada paso la memoria ilustrada de la piedra, con letras y relieves que hablan de nuestra procedencia. Pasear por sus empedradas rúas es preludio de venturosos encuentros inesperados, porque el eco acompasado de las pisadas pone el contrapunto musical que el silencio necesita para ilustrar la vida con el milagro de convertir un simple paseo en un recuerdo inolvidable.

ANTONIO LÓPEZ

ANTONIO LÓPEZ

Vivir en “provincias”, como dicen los madrileños, reporta el sosiego necesario para vivir en paz y sin precipitaciones, gozando del encuentro callejero con amigos en cadena interminable de abrazos y saludos.

Pero tiene la servidumbre de obligar a los provincianos a viajar a la capital del reino para disfrutar de espectáculos teatrales, exposiciones, conferencias y otros actos culturales, inasequibles a lugareños del extrarradio, aunque se viva en una ciudad esencialmente cultural, que presume de esa capitalidad.

Esa es la razón por la que este bloguero puso ayer manos al volante y marchó carretera arriba hasta el museo de la baronesa, para disfrutar de las ciento treinta obras que los lápices, pinceles, palillos, vaciadores y buriles del mejor seguidor de Velázquez  que aún tenemos entre nosotros, nos ha dejado en telas, escayola, bronce y madera.

Y ha valido la pena el viaje porque me ha permitido viajar sin prisas por el anárquico trabajo del artista tomellosano, saboreando las pinturas, esculturas y dibujos de López desde 1953 hasta ahora, traducidas en figuras humanas, dependencias domésticas, flores y paisajes urbanos, especialmente madrileños, llevados al lienzo y la tabla durante los últimos cincuenta y ocho años.

Aunque me declaro seguidor de Renoir, Cézanne, Manet y Monet; admirador de Goya; aliado de Picasso; fan de Velázquez; cómplice de Miró; imitador de El Bosco; y exaltado incondicional de Van Gogh, debo confesar que desde noviembre de 1985 cuando descubrí a Antonio López en la Europalia de Bruselas, le sigo atentamente los pasos, sufriendo ciertas decepciones ajenas al artista, como la visita frustrada que hice a Madrid para verle frente al caballete que mantuvo durante años en la caída de la madrileña Gran Vía.

Si amar es ver algo hermoso y querer compartirlo, permitidme lectores que desde la estima que a todos tengo, – aunque a muchos no conozca -,  os invite a pasearos por las salas y pasillos del baronésico museo antes del 25 de septiembre en que cerrará sus puerta a la obra de López, marchándose ésta tan contenta al Museo de Bellas Artes de Bilbao.