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ABDICACIONES REALES

ABDICACIONES REALES

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Desde que la monarquía española adquirió carta de naturaleza con la unificación político-territorial llevada a cabo por los recatólicos Isabel y Fernando, las abdicaciones reales han sido moneda de cambio habitual en la monarquía, por razones de diversa índole, contabilizándose hasta nueve abdicaciones, aunque podían haber sido tres docenas más.

Comenzó el abdiqueo con el emperador Carlos – que fue I y V, según se mire-, quien abdicó doblemente en 1555 en Bruselas, dejando el imperio a su hermano Fernando y la corona española junto con Flandes, posesiones ultramarinas y tierras italianas, a su hijo Felipe, antes de retirarse su cesárea majestad, ya desdentada y goteada, al Monasterio de Yuste, para dedicarse a pescar y oír misas a destajo.

Continuaron las abdicaciones con los borbones, siendo el primero de ellos en decidirse a dejar el trono el primerizo borbón don Felipe V en 1724, cediendo la corona a su hijo Luis por una temporada, pues el joven quinceañero murió de viruela sin tiempo para calentar el sillón real con sus verdes posaderas.

Tocó luego el turno de abdicación al ingrávido cornúpeta italiano Carlos IV, quien abdicó en su felonazo hijo Fernando VII en 1808, tras el Motín de Aranjuez, incapaz de soportar por más tiempo el peso del gobierno para reparar su salud en el clima más templado de la tranquilidad privada, dejando el reino en manos de su caro hijo el Príncipe de Asturias, pidiendo a los súbditos que fuera reconocido y obedecido como rey y señor de todos sus dominios, sin saber que días después sería llamado a capítulo en Bayona por Napoleón para que el hijo abdicara a favor del padre devolviendo la corona, que este entregaría al emperador para que la ciñera en la cabeza de su hermano Pepe Botella.

La hija del mayor felón que imaginarse pueda y ninfómana reina por la gracia de quien la tuvo, reinó con el nombre de Isabel hasta que la Revolución Gloriosa la mandó al exilio francés, con tiempo para dejar la corona en manos de su doceavo hijo Alfonso en 1870, que aguantó en el trono hasta que una tuberculosis se lo llevó por delante en 1881.

El destronamiento del hijo del “Pacificador” al proclamarse la Segunda República en 1931, llevó a don Alfonso XIII al exilio, renunciando en 1947 a la corona española a favor de su hijo Juan cuarenta y cuatro días antes de morir, siendo el Conde de Barcelona el rey que nunca reinó, siendo hijo y padre la monarcas con larga historia coronada, cediendo en 1977 los derechos dinásticos a su hijo Juan Carlos, quien los otorgó por abdicación al guapazo Felipe en 2014, que reina felizmente junto a la divorciada periodista Letizia.

CATÓLICOS POR LA ESPADA

CATÓLICOS POR LA ESPADA

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Fueron declarados católicos los reyes así llamados, mediante bula pontificia otorgada por el Papa Alejandro VI el 19 de diciembre de 1496. Pontífice setabense de infeliz memoria, fundador de la saga Borgia y papá de varios hijos como César y Lucrecia Intrigante, manipulador, conspirador y multimillonario a costa de la fe.

El documento original de nombramiento papal concedido por tal papa, se encuentra en el Archivo de Simancas (Cat. V, Patronato Real, volumen I, Valladolid 1946, pág, 471, n. 3.363), escrito en pergamino con caracteres gótico-curiales, sello de plomo, cordón de oro y efigies de los santos Pedro y Pablo, donde podemos leer:

“Vuestras egregias virtudes de señalado celo de la fe católica y devoción a la Iglesia Romana, y para que los demás príncipes cristianos más se estimulen con vuestro ejemplo a merecer bien de la fe católica y de la Sede Apostólica, y esperando que contra los africanos y otros infieles Vuestras Serenidades han de reportar a la república cristiana cada día frutos más fecundos, y que perseverando en esta devoción y obediencia no habéis de faltar jamás a la misma Iglesia, Vuestra Madre Piadosa, y a la Sede Apostólica, y a nosotros que en ella nos sentamos, decretamos llamaros en adelante, por especial prerrogativa y privilegio “Católicos”.

Así quedaron nombrados los reyes Isabel y Fernando católicos de honor y lujo, justificándose el título por conquistar Granada, expulsar a los judíos, defender los intereses pontificios en Nápoles y Sicilia y guerrear en el norte de África contra los infieles en las cruzadas. Todo ello muy evangélico y fraternal.

Es decir, el argumento principal de la catolicidad otorgada a doña Isabel y don Fernando fue enviar súbditos católicos al matadero, con espada en mano, flechas al hombro y lanzas en ristre, a luchar contra los infieles de la media luna y la estrella de David, llevando la cruz por bandera.

INQUISIDOR TORQUEMADA

INQUISIDOR TORQUEMADA

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No sabemos con certeza el día y lugar de nacimiento del dominico Tomás, pero es muy probable que viniera al mundo católico en el pueblo palentino de Torquemada con el que la historia conoce a este fraile confesor de los católicos reyes, que tanto ayudó a los monarcas a quemar herejes y falsos conversos, desde que el papa Sixto IV promulgó la bula exterminadora.

En cambio, sabemos que pudo ser un día como hoy de 1483, cuando el papa lo nombró oficialmente Inquisidor General de España, tras llevar algunos años ejerciendo tan honorable oficio, chamuscando discrepantes en las piras, torturando librepensadores y encerrando en mazmorras a los disidentes, por mandato de la pantalonera Isabel.

Su afán persecutorio y aniquilador mereció las bendiciones papales, los aplausos reales y las oraciones clericales que le llevarían al cielo en recompensa por los servicios prestados a la causa, con tan esmerado celo que consiguió averiguar en sus interrogatorios quién descubrió la penicilina, llegó primero a la luna, mató a Manolete y ganó el mundial de Brasil, con métodos persuasivos que hacían cantar a los mudos.

Por sus manos pasaron hombres y mujeres; creyentes y descreídos; herejes y fieles; clérigos y seglares; judíos y católicos. Pasaron todos los ciudadanos que cayeron en sospecha del inquisidor o sus espías, salvo los obispos y cardenales que eran juzgados en Roma, previa acusación de don Tomás, que sembró el terror en la católica, cruel, intolerante y represiva España, de los reyes más católicos que imaginarse pueda.

ARDENTÍA ISABELINA

ARDENTÍA ISABELINA

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Del borbónico Fernando VII se ha dicho todo lo malo que podía decirse, porque este rey felón, además de cínico, fue traidor, cobarde, servil, asesino, mandón e incumplidor de la ley Sálica que saltó a la torera con reajustes, para ceñir la corona en la cabeza de su hija Isabel, al no tener descendencia masculina. Efectivamente, la tatarabuela de nuestro rey Juan Carlos usurpó el trono a su tío Carlos María Isidro de Borbón, hermano de su padre y heredero legítimo a la sede real, según cuentan los cronicones.

Por razones endogámicas de Estado, Isabel II fue obligada a casarse con su primo el infante Francisco de Asís de Borbón, convirtiendo a su tío Francisco de Paula en suegro y escandalizando al pueblo sabedor de la homosexualidad de su marido, que tuvo cien novios ocasionales, cifra inferior a los amantes que pasaron por la alcoba real de Isabel.

Tras ser desflorada la niña por el garañón Olózaga, alivió los ardores de la ninfómana reina su maestro de letras Ventosa, que dio paso al profesor de canto Frontela. Pasaron luego por el tálamo real: el compositor Arrieta, los cantantes Mirall y Obregón, antes de beneficiarse al secretario Tenorio y los marqueses de Bednar y de Linares. ¿Suficientes vaivenes para la reina? Pues no.

También alivió a la señora el gobernador de Madrid Carlos Marfori, su administrador y secretario Altmann, y un ejército completo de soldados ardientes, iniciado por los Generales Serrano y O’Donnell, el coronel Gándara, los capitanes Arana y Ramiro y el teniente de ingenieros Puigmoltó, padre del rey Alfonso XII.

El bisabuelo de nuestro rey, Alfonso Puigmoltó y Borbón, fue registrado como Alfonso de Borbón y Borbón, por generosidad de Francisco de Asís que accedió a darle su apellido, presionado por extrañas razones de Estado. Insaciable reina que transmitió su ardentía sexual a varias generaciones de Borbones, comenzando por su hijo Alfonso XII.