Navegando por
Etiqueta: Duero

LUTO ZAINO POR ROMPESUELAS

LUTO ZAINO POR ROMPESUELAS

1439723653_232680_1439723835_noticia_normal

Se llama “Rompesuelas”, no por las suelas que ha roto, pues los toros no tienen suelas. Nació hace seis años en la tierra pacense de los herederos del Conde de la Corte. Pesa 640 kilogramos. Se han pagado por él 6.000 euros. Tiene marcado a fuego el número 114 sobre su pelaje negro bragado meano. Y a esta hora de la madrugada descansa en un corral sin saber que a las 11 de la mañana será martirizado, lanceado y ajusticiado.

“Rompesuelas” es un animal inocente de toda culpa cuyo único delito es haber nacido, que hoy será condenado a tortura sangrienta, lenta agonía y cruenta muerte, para regocijo, disfrute y festejo de otros animales catalogados como superiores por su capacidad para razonar, pensar y sentir, aunque no todos acrediten poseer tales valores.

Mientras escribo estas líneas con tanta impotencia como indignación a las cuatro y media de la mañana, el toro descansa en el corredor de la muerte, los picadores de a pie ajustan coraza, fajas, cinturones y polainas para el desigual torneo, y los lanceros a caballo preparan sus monturas y acarician con afecto a los corceles que montarán, como si estos tuvieran atributos merecedores del indulto que niegan al morlaco.

Unos y otros limpian sus armas blancas para hacer más visible la sangre del animal que será lanceado esta mañana en el Campo del Honor de la vega tordesillana del río Duero, a su paso por la muy ilustre, antigua, coronada, leal y nobilísima villa de Tordesillas, donde murió Juana la Loca, sin que existan pruebas de que transmitiera su locura a los matarifes y a la parte de población que los vitorea.

No comparto el debate abierto sobre si el Toro de la Vega es tradición a conservar o maltrato a eliminar, porque los dos términos de semejante disyuntiva se armonizan y hermanan en la misma irracionalidad por tratarse de una tradición maltratadora o de un maltrato tradicional, sin redención posible, mantenida desde la Edad Media cuando a los árabes invasores se les ocurrió la inhumana idea.

EBRIEDAD EN LA CEPA POÉTICA

EBRIEDAD EN LA CEPA POÉTICA

img0511-200x300

En este día mundial de la poesía, celebrado con eventos literarios, lecturas populares, actos académicos y elogios a la poesía, yo me voy de paseo con el poeta más andariego de la ribera del Duero zamorano, decidido a levantar mi copa de vino y brindar por el recuerdo intacto que conservo de mi último encuentro con el espíritu limpio de una persona bondadosa, amable y sencilla, que solo tuvo pesares consigo mismo.

No quiero lamentarme por su muerte, sino recordar la felicidad que compartimos una noche de vino y confidencias, cuando ambos fuimos llamados a conferenciar en un acto académico celebrado sin previo aviso en una ciudad castellana de cuyo nombre no quiero acordarme, porque el jugo aterciopelado de las uvas nos embriagó de amistad.

Pasamos horas nocturnas de primavera, al abrigo de los veladores sin ocuparnos de las palabras que debíamos pronunciar al día siguiente, intoxicados de pitarra y semidormidos tras una noche se insomnio compartido, sin posibilidad de redención, ni penitencia que mereciera la absolución del público que nos esperaba al día siguiente.

Con nosotros estuvo Ángel González, traído por Claudio en el recuerdo de un viaje inolvidable que hicieron juntos por varias universidades americanas. También comparecieron en la ronda Biedma, Valente, Brines y otros poetas amigos, recorriendo con nosotros tabernas solitarias, hasta caer derrotados en las respectivas camas del hotel que nos habían reservado los organizadores de las conferencias.

Teníamos que hablar de poesía a un auditorio inquieto. Y pudimos hacerlo, porque la ebriedad nocturna se tornó en claridad fulgente por mutua comunión profana con los versos de Claudio Rodríguez, desentumeciendo milagrosamente las palabras que pronunciamos.

“Siempre la amistad viene del cielo, – me dijo parafraseando su poema – es un don: no se halla entre las cosas sino muy por encima, y las ocupa haciendo de ello vida y labor propias. Así amanece el día; así la noche cierra el gran aposento de sus sombras. Y esto es un don”.

Felicísimo don de la ebriedad aquella hermanadora noche. Indulgente turbación pasajera de los sentidos que nos fundió en un abrazo de madrugada, redentor del exceso de las cepas y cómplice de guiños previos entre nosotros, antes de comenzar los discursos.

Fue el don de la ebriedad aquella noche nuestro mejor presente, y el recuerdo imborrable que en mí perdura del poeta Claudio Rodríguez, que se llevó la parca miserable hace quince años, dejando a Clara sola y sin oportunidad de ir a buscarlo, porque esta vez fue de verdad su ausencia y se nos perdió para siempre en otra geografía.