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GARGANTILLAS DE SAN BLAS

GARGANTILLAS DE SAN BLAS

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Los pueblos primitivos veneraban objetos materiales de culto popular, atribuyéndoles poderes curativos sobrenaturales, es decir, inexplicables para la razón humana, en los que ponían su fe, creyendo que aquellos fetiches hacían lo que nunca hicieron, porque era imposible que hicieran los milagros que los hechiceros les atribuían, engañando así a los crédulos que enriquecían embaucadores y aumentaban el poder de los taumaturgos.

Algunos charros de la tierra donde habito, mantienen la vieja tradición de anudarse hoy al cuello una cinta milagrera coloreada, en memoria de san Blas, – previamente bendecida por el cura parroquial, claro, para que funcione -, creyendo los candorosos creyentes que semejante amuleto les protegerá de las enfermedades de garganta que pudieran acecharles en estos días invernales.

Las gargantillas con la imagen del santo patrón Blas, deben mantenerse al cuello hasta el martes de carnaval y quemarse el miércoles de ceniza, para garantizar su efecto profiláctico, pues el ribete carece de propiedades curativas, como saben muy bien quienes sufren dolencias otorrinolaringológicas a pesar de rodear su cuello con el ficticio talismán multicolor.

Todo empezó cuando el médico Blas se aisló en una cueva del monte Argeus que convirtió en obispado turco de Sebaste y salvó a un niño que tenía clavada una espina en la garganta, antes de ser torturado por el emperador romano Licinio en el siglo IV, mereciendo el obispo ser recordado en el santoral el día 3 de febrero y subiendo a los altares croatas de Dubrovnik por los siglos de los siglos, amén.

LA FELICIDAD COMO PRESEA

LA FELICIDAD COMO PRESEA

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Sin ser joya, fetiche, gema, talismán o amuleto, es la felicidad presea buscada por todos los humanos, aunque muchos pretendan hallarla donde no se encuentra, otros crean que les lloverá del cielo sin conquistarla y algunos acudan a subastas de la vida para adquirirla, ignorando que la felicidad no puede comprarse en una taquilla.

Es un dulce sentimiento de abandono, un placentero estado de bienestar, un recogimiento que entumece, una emoción que conmueve los cimientos del alma y un suspiro que alienta dichosas bocanadas de paz, cuando la disposición hacia ella se hace realidad en la vida de quienes la merecen, alejándose de aquellos que pretenden sustituirla con sucedáneos de elevado coste en el mercado y bajo precio moral en los rincones del alma.

No es la felicidad planta que germine en terrenos baldíos de amor, sino en campos abonados con nitratos de cariño, fosfatos de generosidad, carbonatos de honradez y sulfatos de solidaridad, que expanden su condición bienhechora sin dejarse atrapar porque no es posible asirla eternamente y tomarla en propiedad, siendo como espuma sobre la mano imposible atraparla por mucho que cerremos los dedos en torno a ella.

No es la felicidad cosa nuestra, pero depende de nosotros alcanzarla, y podremos lograrla si respiramos aires solidarios, saciamos la sed con agua fraternal y nos alimentamos con el pan candeal de la hermandad, pero no será posible recuperarla acudiendo a lugares lejanos en el tiempo donde habitó entre nosotros.

La felicidad abomina el rencor, reprueba la soberbia, rehúye la envidia, desprecia el egoísmo, detesta la violencia, aborrece la mentira y maldice las guerras. Por eso, depende su presencia de la capacidad de olvido, del don de la humildad, de la alegría por el bien ajeno, de la entrega personal, de la sinceridad y de la paz.