EL VALOR DE DISCUTIR

EL VALOR DE DISCUTIR

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Nuestra larga historia está jalonada de ejemplos donde la intransigencia ideológica ha pintado de sangre los dinteles de muchas puertas, desdibujado rostros en las fotografías y tiznado de negrura el alma de los críticos contra el pensamiento dominante, sometiendo la voluntad de los divergentes a pelotones de fusilamiento, piras inquisitoriales y exclusiones sociales.

Discutir es examinar atentamente una cuestión entre varias personas alegando respetuosamente cada cual las razones sobre su parecer respecto a la materia objeto de análisis, algo que define el nivel intelectual y educativo de las personas que discuten.

A los españoles nos falta capacidad para la discusión templada en los debates, la argumentación razonada, el diálogo civilizado, el respeto a otras ideas y el silencio cuando interviene el oponente, sobrándonos instinto de porfía, afición a la bronca, dominio del insulto, exceso de mordacidad, tendencia al griterío y fáciles descalificaciones.

El poeta Guerra Junqueiro afirmaba con cierta ironía que “quienes ven todo claro, son espíritus oscuros”, y los españoles debatimos ocasionalmente con clarísimos argumentos más oscuros que la cueva de las Múcheres, que nos lleva a dogmatizar por mimetismo con la actitud de la Iglesia ante lo desconocido.

Vivimos un clima de intransigencia que nos impide encontrar el camino de la verdad porque el apasionamiento lo impide, la soberbia lo prohíbe y la prepotencia pone barreras a la inteligencia, espantando el sentido común y la cordura con sus gritos.

Son muchas las ocasiones en que las disputas no pretenden llegar al encuentro con el opositor, ni conceder al discrepante la parte de verdad que le corresponde, olvidando que en las palabras del adversario hay siempre una parte de verdad por pequeña que ésta sea, con capacidad para desesterilizar discusiones que sólo pretenden salvaguardar el amor que cada uno tenemos a nosotros mismos, aunque no nos merezcamos tanto amor propio.

Los intolerantes tienen especial capacidad para metamorfosearse en moluscos bivalvos, que se encierran en las dos herméticas valvas de su concha impidiendo que penetre en ellos la más leve posibilidad de encuentro con ideas contrarias a las suyas, para evitar ser devorados por los argumentos contrarios.

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