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Año: 2011

NOSTALGIA NAVIDEÑA

NOSTALGIA NAVIDEÑA

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La felicitación de un amigo ha conmovido mi ánimo, equipando la nostalgia con botas de tachuelas y pantalones bombachos, cuando en la madurez de mi descreencia ya estaba apolillado el traje de la primera comunión, Papá Noel no había nacido todavía y el belén ocupaba todo el espacio sin hacerle sitio al árbol de Navidad.

Normalmente, los recuerdos se recuperan de la memoria, pero su entrañable carta me ha permitido recuperar nostalgias adolescentes de la desmemoria, donde habían quedado abandonadas hace tanto tiempo que ni siquiera puedo recordarlo.

Ay, amigos. Mis navidades fueron tan agridulces como las de este amigo, porque el territorio de nuestra adolescencia quedó asolado en la negrura del silencio, y me recuerdo un día como hoy pegado a la radio Invicta junto al abuelo, con un lapicero en la mano con el deseo de anotar el milagroso número que aliviara tanta deuda, cantado con la aguda voz de un niño huérfano también. Pero nunca tuvo la fortuna el detalle de pasar por casa, ni la delicadeza de saludarnos, aunque fuera con una pedrea. Tal vez nuestra bolita nunca estuvo en el bombo, haciendo imposible el milagro a pesar de las oraciones y velas que ponía la abuela junto a la imagen que pasaba de casa en casa dentro de una caja de madera, con olor a cera añeja y beaterío.

Las profesiones mendicantes aporreaban las aldabas domésticas felicitando las pascuas y pidiendo el aguinaldo para reparar las goteras que dejaba el escaso salario. Llamaba a la puerta el cartero, que entregaba las cartas en mano cada día llamando a los vecinos con un silbato. El basurero, que pasaba recogiendo los cubos que dejaban las mujeres en las puertas de las casas para echarlos a un carro tirado por caballerías. Y el entrañable sereno, vigilante nocturno de feliz memoria, que velaba nuestro sueño cantando las horas, mientras abría los portales a los rezagados. En cambio, al guardia urbano había que llevarle las botellas y los dulces a su lugar de trabajo, mientras ordenaba el tráfico en la plaza del Corrillo o Puerta de Zamora, con su casco blanco en la cabeza.

Pelaba el frío entre las rendijas del pasamontañas y los sabañones entumecían los dedos, sin que el brasero de cisco pudiera hacer otra cosa que atufarnos en torno a la camilla, hasta que alguien escarbaba sus brasas para echar una firma al rescoldo que se ocultaba bajo las cenizas, mientras el viento silbaba en las ventanas acompañando las panderetas y villancicos de los niños, que también pedíamos el aguinaldo por las casas.

Todos cantábamos, menos el pollo de corral que apuraba en el gallinero los últimos restos de comida antes de ser ajusticiado, desplumado, guisado y comido en buena noche, compartida con quienes llegaban de lejos, siempre tarde porque los trenes no tenían reloj ni paradero. Recuerdo las interminables horas de espera en la lúgubre cantina de la estación, viendo pasar a los maleteros con su gorra de plato y carretilla, llevando equipajes al autobús de Carita, que iba dejando viajeros por la ciudad.

También entonces, la llegada de otros familiares al refrigerio nocturno alteraba el orden de la casa, la posición de la mesa y la distribución de las sillas, pero no sonaban los teléfonos ni podía felicitarse a los ausentes porque siempre había al otro lado del hilo una operadora dispuesta a recordarnos que nuestra conferencia tenía una demora aproximada de tres horas.

Era inquietante el afanoso trajín de las mujeres durante toda la tarde en torno a la cocina de carbón, hasta que ponían sobre la naftalina de tela, manjares insospechados en los menús domésticos habituales. Y el taco de mazapán junto a las frutas escarchadas y polvorones. ¡Ah!, y los higos secos desposados con las nueces para formar deliciosos camanines, que empujábamos con sidra.

Después, terminaba la vigila navideña con la ceremonial misa en homenaje al gallo, tras escuchar el obligado discurso atiplado y monótono que las ondas entremetían en los hogares, apuntalando la oscilante y temblorosa mano que nos felicitaba con aburrimiento la Navidad y nos deseaba su paz.

DESIGUAL COMBATE

DESIGUAL COMBATE

La asistencia obligatoria a clase diaria en la escuela gratuita de la vida, no facilita el aprendizaje en cabeza ajena ni ayuda a comprender que la victoria de David sobre Goliat es un cuento bíblico que nada tiene que ver con realidad.

Hemos de saber que combatir con desiguales fuerzas sólo conduce a la derrota del más débil, porque la diferencia se resuelve siempre a favor del corpulento, por mucho que el primero corra o se enrosque impotente en el rincón, mientras el equipo de matones al servicio del patrón le rompe los huesos a puñetazos.

Quienes han sufrido flagelaciones públicas injustas en medios de comunicación, saben bien de qué hablo, pero quienes no hayan sido todavía abofeteados desde las pantallas de televisión, ondas de radio o páginas de periódicos han de saber lo que sufre el fustigado cuando un medio de comunicación agrieta cínicamente la fama de un honrado ciudadano y además envía cobardemente a la papelera las réplicas del ofendido ocultando al público su verdad, al tiempo que sigue apaleándole hasta dejarle noqueado en el suelo sin haberle concedido la palabra, envuelto en la mayor  indefensión y lamiéndose las heridas con impotencia y frustración.

Sabed todos que la coz al aguijón concluye siempre con la cojera perpetua del ingenuo mentecato que pretende dañar el puntiagudo acero de la maldad contenida en el criticado todopoderoso, que no tolera ni el roce de la más leve insinuación.

Enseña la vida que la utilización pública de las personas concluye siempre con la ruina del monigote. Pero también advierte que la manipulación es preludio del insomnio porque la vileza de quien la practica sólo merece el descanso eterno.

No es cierto que hacer de la verdad privada mentira pública beneficie a quien practica tan detestable oficio, porque mantener la verdad en leal intimidad otorga lo que en taquilla alguna puede comprarse, y la traición a la amistad sincera  sólo lleva al desprecio colectivo de la gente honrada.

Por ello, no es “tiempo de silencio” frente a los dominantes medios, en este espacio de liberal griterío. No es tiempo de callar la mierda, podredumbre, corrupción, cambalaches, maldades y envidias, que deambulan por algunas redacciones y despachos, aunque el cuarto poder fumigue las personas que dicen palabras elevadas en decibelios que sobrepasan lo autorizado por quienes dominan las rotativas, ondas y pantallas.

SOMOS NÚMEROS

SOMOS NÚMEROS

Alguien dijo que los seres humanos somos aquello que comemos. No creo. También se ha dicho que somos animales dotados de razón, lo cual tampoco me parece muy acertado. Igualmente, me niego a compartir eso de que somos una realidad sustantiva o un sistema clausurado de notas psico-orgánicas. Me sorprende que alguien haya podido pensar que somos animales políticos aristotélicos o positivistas prácticos. Y tampoco voy a pronunciarme sobre la opinión del sherewsburyense, porque no me hace mucha gracia pensar que soy un primate venido a más.

Después de darle vueltas al tema, he llegado a la conclusión de que no somos más que números, y sólo números, interdependientes en una pegajosa retícula similar a un sudoku, que determina nuestra existencia.

Unos elementos tan simples, que aparecieron en el zurrón de los pastores hace treinta mil años para ayudarles a contar las ovejas, se han convertido con el paso del tiempo en la seña de identidad humana. Los números decidieron en su día apoderarse de nuestra personalidad, y vaya si lo han conseguido. Además, de tal usurpación no tienen culpa sus inventores, porque los babilonios ignoraban las consecuencias de lo que hacían cuando balbuceaban el alfabeto numérico que ha suplantado nuestros nombres.

Ni cuerpo, ni alma, ni esencia, ni razón. Somos simplemente números. El Gran Organizador Social se encarga de numerar nuestro calzado, nuestra ropa, nuestra casa, nuestro coche y nuestra tumba. Al nacer nos asigna el primer número en el paritorio. Acto seguido, otro diferente en el documento oficial que acredita nuestra llegada a este mundo numérico. En el colegio nos cambian de nuevo los guarismos. Y, por si esto fuera poco, nos asignan un número de ciudadano, otro de contribuyente, un tercero de funcionario y hasta el de trabajador. Números de cuentas bancarias, de  bases telemáticas, de tarjetas financieras y comerciales; de distritos postales y de teléfonos. Claves de acceso a controles financieros, a correos electrónicos, a llaves numéricas de portales urbanos y a cajas fuertes.

Nuestro nombre es un complemento decorativo que adorna el número que nos identifica. En comisaría nos piden el número de ciudadano; en Hacienda el número de identificación fiscal; en el club, el número de socio; en la biblioteca, el número de lector; en el archivo, el número de investigador; en el hospital, el número de la Seguridad Social; en el periódico, el número de suscriptor; en el comercio, el número de cliente; en la frontera, en número de pasaporte; y en el supermercado, el número de turno. Sí, porque en las colas hemos sido todos los números, y así nos identifica el pescadero cuando aparecen nuestros dígitos en el panel eléctrico, gritando: ¡el 24!

Dime cuántos guarismos tienes en la cuenta corriente y te diré quién eres. Declara el hándicap que tienes y sabré cómo juegas al golf. Háblame del número de caballos de potencia que tiene tu coche y te diré el tiempo que te falta para acabar en el centro de parapléjicos de Toledo. Expresa la altura que tienes y sabré si serás jugador de baloncesto. Menciona los kilos que pesas y te diré si necesitas una reducción de estómago. Confiesa el número de declaraciones de hacienda que revisas y adivinaré tu salario. Revela las pólizas de seguros que haces y sabré el futuro que te espera. Anuncia el número de calzado que gastas y te diré si vas a tener suerte en las rebajas. Divulga tus “medidas” y conoceré los metros de eslora del barco de tu amante, donde tomas el sol.

RAZONES DE MIS FIEBRES

RAZONES DE MIS FIEBRES

Ayer, durante una fraternal comida con la familia y amigos que acompañan mis pasos en la vida, alguien de mi sangre me sugirió, con afecto y buen humor, que escribiera algo en este blog sobre la dulce Navidad, en vez de lanzar mis dardos contra el señorito que humilla a los jornaleros, el político que miente a los electores o los conservadores que se oponen a los cambios y el progreso, como si evitar la crítica a tales sujetos y actitudes fuera posible para quien se ha pasado la vida luchando contra todo y contra todos para llegar donde ahora está, sin haber recibido ayuda de nadie, sino zancadillas en el camino.

A quien la orfandad dejó al pairo de la vida en taparrabo, no se le puede pedir que haga oídos sordos a las injustas, falsas y humillantes palabras de un ignorante y multimillonario jinete, cuyo único mérito en la vida se lo ha otorgado la vagina de su madre y las sábanas de Holanda en la cuna de palacio.

A quien se ha ganado solito lo que ahora tiene sin recibir ayuda de nadie, no se le puede pedir que silencie las injusticias laborales, la concesión de favores y la adjudicación de puestos de trabajo a incompetentes declarados, conculcando el precepto legal de mayor capacidad en los aspirantes a plazas en la Administración pública que pagamos entre todos.

A quien ha sentido en sus carnes el mordisco de la arbitraria eliminación en las listas de aspirantes a promoción interna en su trabajo, por desacuerdo ideológico con los selectores, no se le puede pedir que silencie las trampas legales que se ocultan en los concursos de méritos para otorgar las plazas a quienes convienen al partido o al jefe, tan necesitados de aduladores y estómagos agradecidos a su alrededor.

A quien  ha luchado siempre por defender obsesivamente la verdad, detestando visceralmente el cinismo, no se le puede pedir que se trague la indignación que le producen servidores públicos que utilizan cínicamente al pueblo para enriquecerse, sin importarle el bienestar de la comunidad que ha puesto en ellos su confianza.

Permítaseme, pues, que ahora, en la plenitud de mi vida, cuando todo me sonríe, no me olvide que hay en el mundo seres que están pasando por el calvario que yo pasé, sin redención alguna si quienes podemos luchar por ellos no lo hacemos.

Permítaseme denunciar la desigualdad de oportunidades y los privilegios de quienes exhiben como único mérito el patrocinio de su padre, una carta de recomendación o la insignia del partido en la solapa.

Permítaseme gritar contra el vergonzante desprecio a los hambrientos por parte de una sociedad que arroja a los contenedores de basura miles de toneladas de alimentos, mientras otros van quedando en las cunetas al macabro ritmo de tres muertos de hambre por segundo.

Permítaseme anatematizar a una Iglesia Ambrosiana, de capelo y birreta, que pasea sus sandalias con hebillas de oro por las alfombras vaticanas sin oír la voz de los humildes profetas que se están dejando la piel redimiendo una pobreza que a las mitras tanto beneficia.

Permítaseme defender al débil, apostando por la vida que late en el vientre de la madre, dando mi consejo a quien lo solicita y prestando mi voz a los que callan por miedo a los latigazos.

A quien se calentó durante años con un brasero de cisco, se duchó con regaderas en el patio de casa, templó la cama con un ladrillo o una botella de agua y vio pasar ratones por la cocina doméstica mientras cenaba, no se le puede negar el compromiso por defender un vida digna para quienes han tenido la desgracia de nacer en una cuadra sin tener el privilegio de ser el hijo de Dios.

CONSERVADORES

CONSERVADORES

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Cuando deseamos mantener inalterable un alimento, lo ponemos en conserva. Esto se hace envasándolo herméticamente en recipientes de metal o vidrio, a los que se añaden unas sustancias que retrasan su deterioro, llamadas conservantes. Pero no quiero hablar de estos productos, sino de otros conservantes sociales llamados conservadores, – facción más dura del tradicionalismo -que pretenden mantener todo como está, rechazando los cambios con ferocidad de gladiadores romanos.

Los conservadores mantienen las estructuras vigentes, defendiendo obsesivamente los valores tradicionales. Es decir, intentan enlatarnos a todos en el mismo bote donde ellos se aglutinan, privándonos de la aventura de la vida. Les gustaría conservarnos dormidos, en estado de hibernación, sin estimular acicates para una rutinaria existencia, tan monótona y aburrida, como la suya.

Estos inmovilistas presumen de mantener intocable el orden establecido enfrentándose con uñas y dientes a quienes pretenden instituir un nuevo orden, ignorando que nada hay inmutable ni perfecto en esta desordenada vida, que cumple inexorablemente el principio entrópico de llevar a la humanidad hacia el caos más absoluto. A tales sujetos le tiemblan las piernas ante un cambio ideológico, porque socava los cimientos infantiles donde asientan la seguridad eterna en la que pretenden complacerse, sin cuestionar los méritos del equipaje doctrinario que le cargaron a la espalda en su infancia con vocación de eternidad.

Los ideólogos del continuismo y defensores de la parálisis social no distinguen bien lo permanente – que no existe -, de lo mutable, – que es todo -,  y se afanan en estigmatizar a sus descendientes con el bálsamo dogmático de una verdad generacional basada en la tradición más obsoleta. Ello es así porque desconocen el mérito de la aventura vital y no saben que la existencia se justifica precisamente en la novedad que nos depara cada amanecer. Sólo el que sea capaz de saltar por encima del miedo ganará el futuro. Por eso el devenir pertenece a los jóvenes rebeldes y rompedores de esquemas, y no a los timoratos continuistas. Si los grandes hombres de la historia hubieran sido conservadores nunca habrían llegado a ser grandes hombres, el mundo no sería el que es, y estaríamos aún moviéndonos en taparrabos por las cavernas.

Los guardianes de la tradición viven de espaldas a la historia, pensando siempre que algo malo va a suceder si se produce un desorden en la corteza social, porque están más  atentos a las formas convencionales que a la pulpa alimenticia que nos sustenta. Por eso reducen su vocabulario al grito de: ¡¡tradición!!, como hacía el lechero cinematográfico.

El temor a los cambio les produce angustia y un insomnio imposible de aliviar con los mismos somníferos que aletargan sus rancias creencias, oscuros pensamientos y monolíticas ideologías. Por eso vaticinan las mayores catástrofes ante el menor intento renovación. Por eso tienen un miedo incontrolable a lo que pueda suceder mañana. Por eso defienden lo que han heredado. Por eso no cuestionan la verticalidad del horizonte. Por eso vosotros y yo, queridos lectores que conozco, seguimos sin comprender que puedan existir – ¡y hay muchos! –  jóvenes conservadores.

CHORICETES

CHORICETES

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Que Salamanca es tierra de buen chorizo y mejor jamón lo saben quienes vienen a vernos para cargar la mochila con tripas de cerdo rellenas de carne cruda picada, adobada con pimentón y curada al humo, que hacen las delicias de familiares y amigos, cuando les invitan en su casa a merendar.

Pero este enfundado alimento no llama nuestra atención, dedicada hoy a los choricetes, un nuevo fiambre elaborado con carne humana que urge embutir entre barrotes, ya que tales embuchados no son comestibles por faltarles una curación y solera, imposible de obtener en templados microclimas.

No intentéis cortar unas rodajas de estos choricetes porque están blanditos de moral y son incomestibles. Que no han madurado éticamente, vamos, y por eso acabarán en la basura. Carne de segunda clase, barata, que sólo puede conservarse sin problemas en una celda a la temperatura ambiente.

Estos choricetes carecen de prudencia, talento y discreción, porque van sobrados de chulería, cinismo y desvergüenza. Trileros políticos que han comenzado a proliferar como champiñones otoñales, uniéndose como gremio medieval en la ACHU (Asociación de Choricetes Unidos) con el fin de defender su rateromomio de intromisiones ciudadanas, que no judiciales, porque la ley  decidirá algún día reunir todas las manzanas podridas en un solo cesto, levantando su índice para indicarles el camino más corto hacia el reposo duradero, que muchos desearían perpetuo.

¿Será cierto que hay choricetes por localizar en ese santuario de corrupción donde se cambian contratos, convenios y concesiones por bolsas de dinero y regalos de diferentes colores, formas, precios y tamaños? Es seguro que los choricetes conocidos no son los únicos ni los últimos que conoceremos. En despachos amurallados de muchas ciudades puede haber cómplices que con su silencio permiten que la bola de nieve engorde hasta echar abajo el caseto donde se brinda con cava, vino y horchata por la amistad y el intercambio.

¡Qué afán tienen los choricetes en dar la nota! ¡Qué manía de exhibir la prepotencia hasta en la puerta de los juzgados! No es discreción lo que les falta, sino cerebro. No andan escasos de prudencia, sino de sustancia gris. No adolecen de criterio, sino de neuronas. Les ciega tanto la soberbia que van tropezándose por la calle con sus propios errores y cayendo torpemente en las trampas que ponen a los demás.

¡Tomad y callad, coño!, les dicen los beneficiarios de sus favores. Pero ellos no lo hacen. Tienen necesidad patológica de poner en evidencia sus chorizadas, y eso ya no hay quien lo borre. Muestran en público los regalos recibidos, y esto es algo que no tiene remedio.  Caen en trampas judiciales y eso les condena, porque lo evidente no necesita demostración alguna. Algunos niegan cínicamente las chorizadas y esto nadie lo olvida. Pero otros mienten al pueblo que les da su confianza en las urnas y estamos a la espera de respuesta.

ES JINETE, PERO NUNCA FUE CABALLO

ES JINETE, PERO NUNCA FUE CABALLO

Un jinete sin estudios llamado Martínez, que se ha pasado la vida viajando de picadero en picadero por varios países del mundo con el dinero de mamá, ha escandalizado a propios y extraños diciendo que los jóvenes andaluces no tienen ganas de trabajar.

El alboroto formado carece de fundamento porque no todas las opiniones tienen el mismo valor, aunque todo el mundo tenga derecho a opinar, y el juicio de este caballista no merece consideración alguna, por mucho que levantara el cuello de la cazadora cuando le dijo a Jordi Évole semejante boutade.

Quiero tranquilizar a los ofendidos, advirtiéndoles que el talento no se hereda ni la sabiduría se contagia, algo que descalifica los sonidos guturales emitidos por este señorito andaluz con laringes atrofiadas.

El problema es que el terrateniente aludido ha sido siempre jinete, pero nunca caballo, lo cual no le excluye haber ido del ronzal apasionado de una famosa modelo, entre las risas del respetable.

Quien no ha sido nunca caballo ignora lo que duelen los fustazos del patrón en los costillares y las heridas que hacen en almas campesinas las espuelas de la explotación y el desprecio.

Este jockey, cuyo único mérito en la vida ha sido ver la luz del mundo desde la vagina de su madre, se permite decirle a las 250 familias de labriegos que sudan en sus 25.000 hectáreas de tierra, que les falta empuje para ganarse la vida. Tiene gracia.

Arrogante como los caballeros medievales lanza desde la grupa de su altanería un brindis al sol pidiendo un duelo para dirimir sus 32 querellas, con sable y a pecho descubierto, sabiendo que sus matones sujetarían al indefenso querellante mientras él le inserta la espada.

¡Qué sabe este madrileño señorito andaluz de tantas lágrimas como han rodado por las almohadas de los parados, si sólo conoce las paradas de sementales en las que ha hecho de mamporrero de una aristocracia rancia, sin espacio ni futuro fuera de las cuadras donde cocea impunemente contra la pobreza y el dolor de quienes cultivan el trigo que se lleva a su palacio, dejando a los campesinos la tierra reseca para que apoyen la cabeza en los terrones.

Con razón dice el Conde de Salva-tierra que la tierra no es para quien la trabaja, sino para él, que la salva y administra. Y de nada sirve que Miguel Hernández le recuerde que el trabajo y el sudor de los jornaleros levantaron los olivos en Jaén, pidiéndole a Calle-tano que calle y pida disculpas al pueblo que trabaja para él.